Dar la vida por un ideal…Pero ¿por cuál? ¿Todo ideal lo justifica?
Por César Marchetti
En 1927, en Zenón Pereyra, provincia de Santa Fe, nació el primer hijo de Trento Passaponti y Cándida Quiroga. Trento era un farmacéutico anarquista, y decidió llamar Darwin a su hijo. Difícilmente haya habido, por esos años y por esos parajes, un acto individual más revolucionario, más contracultural que ése. Cuando la teoría darwiniana de la evolución mediante la selección natural todavía era discutida incluso en la comunidad científica, Trento anotó a su hijo con el nombre del naturalista ingles que todavía hoy pone los pelos de punta a toda jerarquía eclesiástica. Pero me falta mencionar un detalle: Cándida, la mamá del recién nacido, era una católica fervorosa. Así que el segundo nombre de Darwin fue Ángel. Darwin Ángel Passaponti, decía su documento.
Ya en la década del 40, la familia se instaló en Buenos Aires. Trento puso una farmacia en Caballito, en el local delante a la casa, y Darwin empezó a cursar el secundario en el Mariano Acosta, a la vez que participaba en la Alianza Libertadora Nacionalista, una fuerza de choque que pedía orden e imponía el terror, sobre todo entre sindicalistas comunistas y anarquistas. El 17 de octubre de 1945 Darwin fue a Plaza de Mayo a pedir la liberación del Coronel Perón. Ya entrada la noche, volviendo con sus camaradas, escuchó que desde los balcones del diario Crítica no paraban de insultarlos. Darwin y los suyos respondieron con piedrazos. Desde el edificio les contestaron con balas. Algunas hicieron impacto, una llegó a lo más hondo de la cabeza de Darwin, quién murió sobre el asfalto de Avenida de Mayo. Tenía diecisite años. Fue el primer mártir del peronismo, ese movimiento que dicen que nació ese 17 de octubre. Yo lo dudo: buscaría su origen más atrás, en lo más profundo del país, en 1927, cuando un anarquista y una católica se unieron y nombraron a su hijo Darwin Ángel. Si partimos de ahí, podremos entender un poco mejor eso que no sabemos qué es y que denominamos peronismo.
Estamos en 1988. El gobierno de Raúl Alfonsín temblequea. En Pompeya existe una Unidad Básica llamada Darwin Passaponti. La comanda el Tano, un tipo de unos diez años más que yo, alguien que de muchas maneras había sido un protector para mí y para mis amigos en nuestra infancia, y que ahora intenta convertirse en referente. Cuando cae la tarde, antes de ir a la Unidad Básica, el Tano se da una vuelta por la esquina, en ese horario en el que ya estamos todos. Paga una cerveza, convida cigarrillos, se ríe de nuestros chistes. Nos dice que todo se está yendo a la mierda, que el gorilón está contra las cuerdas, que somos todos compañeros, que nos tenemos que afiliar, que si lo hacemos ahora vamos a ser los primeros en conseguir un puestito municipal cuando ganemos y nos invita a que pasemos por el local. Yo tengo diecisiete años, el clima está caldeado, el año siguiente voy a votar por primera vez, y por momentos siento ataques de responsabilidad cívica.
Por eso, por curiosidad, porque quiero comprender no sé bien qué cosa, decido darme una vuelta por la Darwin Passaponti. Además estoy al pedo: salí de la escuela, en la esquina no hay nadie y lo último que quiero es ir para mi casa.
Entro y nadie se sorprende ni me pregunta nada.
Adentro hay a tres tipos cabizbajos alrededor de una mesa. No se parecen entre sí, pero hay algo que los iguala. Son caras que no se ven en ningún otro lado. El más joven, el de la chaqueta verde oliva, tiene cicatrices en la frente y en el cuero cabelludo. Más que cicatrices tumberas, parecen de combate. A su lado está un rapado lleno de músculos con ganas de usar sus puños ya. Espera una orden. Todo lo que necesita es una orden para entrar en acción. Frente a él hay un viejo desahuciado. Tiene las manos agrietadas, como si acabara de soltar una moladora o un torno. Sin embargo su postura dice que lleva más tiempo de desocupado que lo que la esperanza puede soportar. Su camisa abotonada hasta el cuello sin corbata y su pantalón zurcido podrían emocionar. Si estuviese en cualquier otro lado menos acá, podrían emocionar. Entre los tres ni se hablan. Oculto en un rincón, leyendo una Patoruzito mientras se saca los mocos y los pega debajo de su silla, está el hermano más chico del Tano, un pre adolescente fronterizo que por ahora da gracia, pero que no falta mucho para que sea incontrolable (esos soldados tan necesarios, pienso). En la cabecera, separado de los demás, veo a don Cayetano, el padre del Tano. Un león retirado, el patriarca que sirve para darle apoyo moral a todo lo que haga y diga su hijo mayor. Un tipo de mirada dura que por más que intenta, no logra transformar su rencor en elegancia o en dignidad. Pienso en ese tipo, y no sé por qué intento maginar cómo será su esposa a quien sólo vi alguna vez de lejos. Vuelvo a don Cayetano, que no me saca los ojos de encima. Por su mirada sospecho que su prontuario debe ser aterrador.
En la pared del fondo, junto a una sillas amontonadas, el pilón de afiches de campaña y los palos de una pancarta enrollada, entre la bandera Argentina y el crucifijo, veo la foto borrosa de un hombre. Es una fotocopia de una fotocopia que fue ampliada por demás. En la imagen, entre grises lavados, se intuye el rostro de alguien que a mí, a mis diecisiete años, me parece tan adulto como los futbolistas de la década del ’40.
—Es Darwin Passaponti, el primer mártir peronista —me dice don Cayetano.
—¿Usted lo conoció?
—Se puede decir que sí. En esa época de alguna manera nos conocíamos todos.
Y me cuenta la historia del 17 de octubre del ´45. La suya y la de Darwin. Salta de una historia a otra. De cómo él y su sindicato tuvieron que cruzar el Riachuelo con el Puente Alsina elevado, pasa a los disparos desde el edificio de Crítica. No logro ver dónde se juntan los dos, Darwin y el padre del Tano, más que en esa multitud infinita en tiempo y en espacio.
—Darwin, a pesar de su edad era un patriota. No tendría más de…— don Cayetano se frena, hace un paneo y se detiene al ver a su hijo menor, que sigue en la suya con la Patoruzito. Entonces baja la cabeza, suspira y vuelve a mirarme — … en fin, era un pibe y ya era un patriota.
Me pregunto en quién estará pensando. Quién creerá que es el culpable de sus desdichas.
En eso llega el Tano y parece que todo entra en acción. Los tres cabizbajos se incorporan y lo saludan con admiración y respeto. Don Cayetano parece sonreír. Debe ser orgullo al ver a su hijo con el pelo corto, emprolijado, de saco sport, camisa, mocasines, verlo con ese maletín de aquí para allá, de las reuniones al Consejo Deliberante. El pre adolecente, al verlo llegar, se para en posición de firme. “Descanse, soldado”, le dice el Tano al oído y con la voz algo impostada. El hermano obedece y vuelve a la Patoruzito. Yo decido no reirme. Creo que hago bien.
—Gracias por venir, señores —dice el Tano mientra separa una silla para dejar el maletín y colgar el saco en el respaldo— Gracias sobre todo a los que vienen por primera vez— dice y me mira sólo a mí.
El Tano habla. Es el único que habla. Insiste con que las elecciones están ganadas, pero que eso no alcanza. Dice que los zurdos van a intentar cualquier cosa. Que están haciendo entrenamiento militar otra vez, que no nos podemos quedar de brazos cruzados. Habla de volver a Perón, dice gesta de Malvinas, ahora insulta a los yanquis y a los chilenos, señala un cuadro de San Martín. Le gusta pensar a lo grande. Con los dedos marca puntos imaginarios en la mesa como si fuera un planisferio, mueve las manos y parece que desplegara batallones. Yo lo escucho y algo me hace acordar a los troskos de mi escuela, cuando en las últimas elecciones del Centro de Estudiantes proponían el no pago de la Deuda Externa y decirle no al la Obediencia Debida y al Punto Final. Al Tano lo veo tan convencido como a ellos. Es un idealista y un inconformista. Un traicionado eterno, un border, un outsider de todo, que si se llegara a enterar que lo defino con palabras en inglés me caga a trompadas hasta que de mi cuerpo brote sangre color diviza punzó.
El Tano sigue hablando y ya no puedo ni pensar en lo que propone. De repente me doy cuenta que todo es imposible, más lejano que una utopía. Y entiendo que una vez más, el problema es la identidad. Aunque las elecciones estén ganadas, el Tano y su ejercito están destinados a ser marginados, a no llegar, a seguir desde otro lugar, ni siquiera desde el llano. Cuando decidieron bautizar a la Unidad Básica Darwin Passaponti, sin el Ángel, eligieron fracasar. Darwin Ángel era la comunidad organizada. Darwin a secas es ficticio. Suprimiendo el Ángel, se condenaron al fracaso permanente. Aunque tal vez todo esto lo sepan, y lejos de enmendar errores, prefieran fabricarse una resistencia imaginaria, y a partir de ahí ser consecuentes. Claro, ser consecuente también puede significar ser abominable.
Con señas le digo al Tano que me voy, que se me hace tarde. Me mira con desconfianza, me pregunta cuando vuelvo, si ya llené la ficha. Le digo que mañana, todo mañana, y los dos sabemos que estoy mintiendo. El Tano me mira con bronca pero me deja ir.
Ya en la calle camino sin rumbo. No quiero ir a mi casa pero tampoco a la esquina. Siento que perdí a mi protector, que el barrio me es ajeno, que ya está, estoy solo, soy adulto, y eso es imposible de soportar.
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